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El mosaico de Santa Sofía donde el poder terrenal se inclina ante lo sagrado


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En las galerías superiores de la antigua basílica de Santa Sofía, en Estambul, se encuentra uno de los testimonios más expresivos del encuentro entre el poder político y la trascendencia religiosa. Se trata del célebre mosaico en el que la Virgen María, sentada en el trono con el Niño en brazos, recibe las ofrendas de dos emperadores bizantinos. A la izquierda, Constantino presenta la ciudad que fundó, Constantinopla. A la derecha, Justiniano entrega la iglesia monumental que erigió como símbolo de la fe cristiana y de la gloria imperial.

El mosaico, datado en el siglo X, fue ejecutado tras el final de la crisis iconoclasta que sacudió Bizancio durante más de un siglo. En ese período, la destrucción sistemática de imágenes religiosas dividió al imperio entre defensores y opositores de la veneración de iconos. El regreso del arte sacro a la basílica no fue solo un gesto estético, sino sobre todo una afirmación de ortodoxia y continuidad. Al situar a la Madre de Dios como figura central, flanqueada por los dos grandes constructores de la ciudad, el imperio se declaraba heredero de una tradición inquebrantable, uniendo pasado fundador y presente glorioso.

La elección de Constantino y Justiniano no fue casual. Constantino, que transformó Bizancio en la Nueva Roma, era recordado como el primer emperador cristiano, el visionario que otorgó a la fe un trono en el corazón del imperio. Justiniano, por su parte, representaba la magnificencia arquitectónica y jurídica, el soberano que edificó Santa Sofía y codificó las leyes que moldearían la civilización europea. Ambos aparecen en actitud de humildad, ofreciendo sus mayores logros a la intercesión de la Madre de Cristo.

El simbolismo es claro. El poder imperial, que en la tierra se pretendía absoluto, se inclinaba ante la autoridad espiritual. La ciudad y la basílica, pilares de la identidad bizantina, aparecían como dones humanos sometidos al designio divino. En esa imagen, eternizada en teselas doradas y azules, el espectador percibe la fusión entre política y religión que caracterizó a Bizancio: la noción de que la capital y la iglesia no pertenecían solo al emperador, sino que formaban parte del patrimonio de la fe universal.

Hoy, al recorrer las galerías de Santa Sofía, entre el fulgor bizantino y las inscripciones islámicas que testimonian siglos de transformaciones, el visitante encuentra en ese mosaico la síntesis de la historia de Constantinopla. Ciudad entregada a la Virgen por mano de su fundador y la iglesia ofrecida como joya de la cristiandad, recordando que el destino de los imperios y de los monumentos solo se cumple cuando se reconoce lo que los trasciende.

Paulo Freitas do AmaralProfesor, historiador y autor

 
 
 

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